San Quintín, la dicha del Rey Prudente

Bautismo de fuego de Felipe II, germen del Escorial y captura del condestable de Francia, la batalla de San Quintín supuso uno de los mayores hitos bélicos de la historia de España y de los Habsburgo españoles.

Hacia agosto de 1557 Felipe II llevaba poco más de año y medio al frente de la Corona Española. Su padre Carlos I, cansado por su edad, acosado por sus problemas de salud y abrumado por los acuciantes conflictos intermitentes de aquella Europa en ebullición, había decidido abdicar en enero de 1556. En el Sacro Imperio, los príncipes luteranos habían obtenido una provechosa tregua con la Paz de Augsburgo, facilitada por Fernando I, (hermano del emperador), y en Francia, los galos habían tomado de nuevo la iniciativa bajo el trono del joven Enrique II, quien para 1547 (año de su coronación) contaba con unos 28 años.

En 1557 el Rey Prudente frisaba los 30 años, y a pesar de su diferencia de edad con el monarca francés (38) y su corta estancia en el trono en comparación con el galo, el Segundo Felipe llevaba a sus espaldas una brillante formación y una notable experiencia de gobierno que iba más allá de auxiliar a su padre en sus funciones como rey de las Españas: duque de Milán, rey de Nápoles, rey consorte de Inglaterra e Irlanda, soberano de los Países Bajos y duque de Borgoña. Así pues, con éste excelso currículum, tocaba a Felipe la misión de reparar las grietas dejadas por su progenitor.

«Todos los ingresos de la Real Hacienda estaban consignados hasta 1560» Agustín Bustamante García

El primer problema a atajar era la amenaza francesa. Con su agresiva política exterior y los cañones apuntando a las posesiones españolas en Italia, Enrique II había resucitado las pretensiones de los Valois y se había convertido en el enemigo número uno de la Monarquía Hispánica. Con pontificia complicidad, a finales de 1556, el Papa Pablo IV -gran enemigo de los Habsburgo- facilitó la entrada de los franceses para expulsar a los españoles del Milanesado y Nápoles.

En estas condiciones, ¿cómo detener al francés? No había dinero, Carlos V había dejado a su hijo una gran herencia en cuanto a territorios se refería, pero todos estaban arruinados, y, para más inri, Castilla, la joya de la corona, se encontraba en bancarrota. De acuerdo con Agustín Bustamante García, todos los ingresos de la Real Hacienda estaban consignados hasta 1560. El tiempo jugaba en contra del joven Habsburgo, se necesitaban de inmediato ejércitos en Italia y en Flandes.

Consciente de que la situación pendía de un hilo, Felipe II encargó a Ruy Gómez de Silva, su hombre de mayor confianza, llevar a cabo un esfuerzo extraordinario y de urgencia: reclutar hombres para la causa y recaudar al rededor de más de dos millones y medio de ducados. ¿Quién soportaría esta nueva y dura imposición? Castilla. Una vez más, la antigua patria de los Trastámara volvía a tomar aire para salir al rescate de las posesiones europeas de los Austria. El 17 de abril de 1557 Felipe II declaraba la suspensión de pagos, con lo que, si bien arruinaba aún más a sus súbditos castellanos, conseguía aliviar las deudas de su Hacienda, mejorando sus condiciones a la hora de negociar nuevos préstamos.

Una vez más, la antigua patria de los Trastámara salía al rescate de las posesiones europeas de los Austria.

Con las finanzas aliviadas y henchido de revancha, Felipe II dio vía libre al duque de Alba para actuar rápido y contundente, rechazando a las tropas galas y papales y llegando a las puertas de la mismísima Roma, lo cual provocó un berrinche papal que le costó la excomunión a su católica majestad. Con todo, los problemas aún no habían cesado. Quedaba por resolver los enfrentamientos en la frontera de Flandes, donde apenas había una fuerza de contención suficiente. Felipe II decidió tomar la iniciativa atacando directamente a Francia.

Lo tenía claro, él mismo en persona iría a la guerra, sería su bautismo de fuego, y paradójicamente su última presencia en los campos de batalla. Asimismo, el Rey Prudente movió rápidamente sus hilos y consiguió el apoyo de su esposa, la reina de Inglaterra María I Tudor, y del duque de Saboya -resentido por haber sido despojado de su ducado por el rey de Francia- a quien decidió poner al mando de su ejército. Para principios de agosto de 1557, Felipe II había conseguido concentrar en Bruselas: 42.000 soldados, 30.000 infantes, 12.000 jinetes y 80 piezas de artillería. A los que esperaba sumar 18.000 hombres más. De todo este contingente, tan sólo 6.000 eran españoles, el resto era de diverso origen: valones, flamencos, borgoñones, saboyanos, húngaros, italianos y alemanes.

San Quintín sería el bautismo de fuego de Felipe II, y paradójicamente su última presencia en los campos de batalla.

A finales de julio, Manuel Filiberto marchó sobre la Champaña para hacer creer que iba a invadir la región y seguidamente se dirigió hacia Guisa para simular un cerco a la ciudad. Los franceses picaron en el anzuelo. No tardaron en reforzar dicho emplazamiento, con lo cual el duque de Saboya había conseguido anclar en un solo punto a la mayor parte de las fuerzas del rey de Francia a costa de mermar otras posiciones. La mañana del 1 de agosto, Manuel Filiberto levanta en silencio el cerco a Guisa y se lanza a por una de las grandes plazas fuertes de Francia, San Quintín, a orillas del Somme, la cual apenas contaba con una guarnición compuesta por unos pocos cientos de soldados.

La acción fue tan inesperada y efectiva que, en un hábil golpe de mano los españoles llegaron a hacerse con el punto más crítico de la defensa de San Quintín, una pequeña isla fortificada al otro lado del río y unida a la ciudad por un puente. Dicha isla era crucial para evitar la llegada de refuerzos enemigos. Desconcertado por tan maña maniobra, el gobernador de la ciudad solicitó desesperadamente ayuda a Enrique II, quien reunió lo que pudo y envió al almirante Gaspar de Coligny con un escueto contingente de 500 hombres. Tras él, a marcha forzada, venía el ejército francés al completo: 22.000 infantes, 8.000 jinetes y 18 cañones. Comandaban dicho ejército el condestable Montmorency (tío de Coligny) y su hermano Andelot, el cual estaba provisto de un contingente de unos 4.500 hombres.

El duque de Saboya había conseguido anclar en un solo punto al grueso de las fuerzas del rey de Francia a costa de mermar otras posiciones.

Para cuando los refuerzos franceses llegaron a San Quintín, las fuerzas de la Monarquía Hispánica llevaban mucho adelantado. Habían tenido tiempo para estudiar detenidamente la ciudad y el terreno, y además, habían excavado una importante línea de trincheras y emplazado al ejército para atacar la plaza por tres puntos:

En el ala derecha se encontraba al Maestre de Campo Alonso de Cáceres, al mando de un contingente de españoles, y el barón de Hohenlandsberg Lázaro von Schwendi, dirigiendo un cuerpo de alemanes; a la izquierda se disponía el temido Tercio de Saboya bajo las órdenes del Maestre de Campo Alonso de Navarrete, el cual contaba con la ayuda de un contingente de valones mandados por el conde de Mega; en el centro, la tercera batería estaba compuesta por tres compañías de españoles, borgoñones e ingleses, todos liderados por el bravo Julián Romero, distinguido capitán de origen conquense y soldado de confianza de Felipe II. Por su parte, la caballería quedaba en la retaguardia, campeando y guardando la campiña, al cargo del conde de Egmont.

Para cuando los refuerzos franceses llegaron a San Quintín, las fuerzas de la Monarquía Hispánica llevaban mucho adelantado.

Montmorency había encomendado a Andelot cruzar el río con 4.500 efectivos, con el fin de reforzar la defensa de San Quintín. Confiado en que los españoles andarían concentrados en sus intentos por tomar la ciudad, Andelot cargó a sus hombres de suministros y pertrechos. Lo que no esperaba era encontrar, aguardado su paso, una partida de arcabuceros españoles dirigida por el conde de Mansfeld.

¿Cómo se había enterado Manuel Filiberto del plan del plan galo? Días antes, los españoles tomaron por prisioneros a un puñado de escoceses que combatían al servicio del rey Francia. Tras unas horas de tortura, los gentiles hombres cantaron la Misa del Papa Marcelo. En cuanto los arcabuceros españoles tuvieron el blanco a tiro, no dudaron en abrir fuego. Pronto el pánico se apoderó de la columna, el desorden y el desconcierto corrieron tanto como la pólvora, haciendo imposible una huida efectiva. Los refuerzos quedaron prácticamente aniquilados, el mismo Andelot fue herido y apenas unos 200 hombres lograron llegar hasta la ciudad.

Montmorency había encomendado a Andelot cruzar el Somme con 4.500 hombres, pero no esperaba encontrarse con una partida de arcabuceros españoles

Hasta el día 9 de agosto se sucederán los bombardeos y salidas tímidas de uno y otro bando. Montmorency decide cambiar de táctica y dar un paso al frente. Lo cierto es que Montomorency sentía un profundo desprecio hacia Manuel Filiberto, y no se había tomado demasiado bien que el saboyano le hubiese engañado en Guisa y pasado por encima de los refuerzos de su hermano. La impulsividad fue un factor determinante de la batalla. Cansado de esperar y seguro de que cogería a las tropas españolas por sorpresa, Montmorency desplegó sus tropas, sacándolas de la cobertura que les proporcionaba el bosque y haciendo que su vanguardia cruzara el Somme.

La empresa era arriesgada, se habría de improvisar un paso a medida que se cruzaba el río -barcas, tablones, arena- y Montmorency era consciente de que se perderían muchas vidas. A unas muy malas, más valía aquello que dejar a la ciudad desprotegida y desprovista de víveres y municiones para lo que se preveía como un largo asedio. Además, días antes llegó al campamento francés la noticia de que Manuel Filiberto habría mandado a una buena parte de su caballería al encuentro y escolta de Felipe II, quien venía con un ejército inglés para sumarse al asedio, con lo cual Montmorency confiaba en coger por sorpresa a los sitiadores.

Montmorency había decidido colar todos los efectivos posibles en San Quintín, daba igual el precio de vidas que tuviera que pagar.

Entre las 9 y las 10 de la mañana del día 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo, la artillería francesa arranca la mañana despertando al campamento español con una tremenda descarga. Sin apenas sufrir daños, los sitiadores no tardan en tomar las armas y ponerse alerta. Entretanto, Andelot, hermano de Montmorency, deseoso de revancha por la escabechina de Mansfeld, ocupa el arrabal de la isleta controlada por los españoles en el Somme. Sin embargo, Montmorency, concentrado en su plan y seguro de sí mismo, había obviado que para Manuel Filiberto había algo más importante que aquella isleta, el puente de Rouvray, al oeste de la posición gala. El condestable desdeñó la idea de que aquel puente pudiera ser útil por dos razones: su estrechez y lejanía.

En caso de envolvimiento, si los españoles trataban de pasar por él, retrasarían su avance considerablemente, y para cuando pudieran interceptarlos los franceses ya estarían en la ciudadela. Nada más lejos de la realidad, según Nicolás Horta Rodríguez, en realidad, el puente de Rouvray permite el paso simultáneo de unos quince hombres (dato que Saboya ha comprobado personalmente) y, además, no resultará difícil, dado el terreno y la anchura del río, construir otro provisional. Y añade que cruzar un río como el Somme, que en San Quintín está muy cerca del nacimiento, con su caudal disminuido por un verano sin lluvias, muy caluroso, es empresa fácil para la caballería de Egmont.

Montomrency se centró en la isleta del Somme, descuidando el puente de Rouvray, al oeste de su posición, transitable tanto para la infantería como para la caballería española.

Las cosas no pintaban bien para Montmorency. En la isleta, su hermano Andelot se veía incapaz de seguir avanzando ante las incesantes descargas de arcabuces de los españoles, quienes se estaban batiendo tan bien que incluso acertaban a las balsas francesas. Los refuerzos franceses entraban a cuenta gotas en San Quintín. Tan pronto como aquellas nuevas llegaron a Manuel Filiberto, el duque de Saboya comprendió que era el momento perfecto para atacar al grueso de las tropas francesas, así pues, ordenó a Egmont que partiera con toda su caballería ligera, cruzara el puente de Rouvray y se lanzara a por el flanco derecho francés antes de que pudiera desplegarse por completo.

Egmont se encontró una ligera resistencia de jinetes galos que apenas le dieron problemas, el conde entró como un rodillo por el ala derecha francesa y consiguió que la caballería francesa tocase a retirada. En poco tiempo, Egmont ha conseguido causar un gran revuelo en el flanco derecho y retaguardia francesa, y ganar un valioso tiempo para que la infantería de Manuel Filiberto cruce el río y se despliegue en la otra orilla. En apenas unas horas el duque de Saboya estaba amenazando directamente al condestable de Francia con un contingente de 15.000 infantes y 7.000 jinetes, todos en orden y dispuestos para la batalla. Montmorency, por su parte, aún trataba a la desesperada de reorganizar su retaguardia y seguir ganando tiempo para su plan inicial.

En apenas unas horas el duque de Saboya estaba amenazando directamente al condestable de Francia con 15.000 infantes y 7.000 jinetes, todos en orden y dispuestos para la batalla

Antes de que nadie pueda darse cuenta, Egmont con su caballería ha cortado cualquier posible retirada y llegada de refuerzos, con lo cual Montmorency se veía obligado a plantar batalla. Se dice que, resuelto ya de su vanidad y temeroso hasta la médula, el condestable preguntó a Doignon, un anciano oficial de su séquito, qué hacer en aquella situación, a lo que éste respondió: no lo sé; pero hace dos horas os lo hubiera podido decir. Sin apenas tiempo para organizar a su ejército, Montmorency se coloca en la retaguardia, se presigna y espera una intervención divina. Para desgracia suya, Dios aquel día era español.

Como era de esperar, Egmont dio inicio a la batalla. Una temeraria carga de su caballería abrió las puertas al epílogo que marcaría el punto y final de aquel enfrentamiento. Le siguieron dos cargas más, la segunda a cargo de Mansfeld, las cuales terminaron por desbaratar la caballería francesa y la estampida del resto del ejército galo. Sólo los capitanes y algunos cuadros de veteranos resisten las embestidas españolas y tratan de evitar, sin éxito, la retirada de los suyos. Una descarga de artillería sobre aquellos cuadros de veteranos terminó de dar el golpe de gracia a Montmorency, quien viendo lo irremediable de la situación decidió exponer su propia vida para morir con honra. Pero la muerte no tuvo piedad con el arrogante condestable. Con mucha vista, un jinete español llamado Pedro Merino, consiguió capturarlo y hacerlo preso.

Tan solo los cuadros de veteranos franceses aguantaron las embestidas de las tropas españolas, el resto huyó en estampida.

La batalla fue un desastre para la monarquía francesa, todo lo que restó después de aquella acción fue una carnicería. Los galos perdieron unos 12.000 efectivos, 6.000 cayeron prisioneros y otros 2.000 fueron heridos. Entre estos se contaban casi un millar de nobles, incluyendo al propio Montmorency. Fueron capturadas más de 50 banderas y toda la artillería. Por su parte, las fuerzas de Felipe II apenas sufrieron 300 bajas entre muertos y heridos. Al conocer el resultado, Felipe II se apenó por no haber estado presente, se vistió con sus mejores galas de guerra y marchó desde Cambrai al campamento de San Quintín.

Al encontrarse con Manuel Filiberto, el rey lo abrazó efusivamente, y ante el ademán del saboyano de besar su mano, el Rey Prudente le replicó: Más bien me toca a mí besar las vuestras, que han ganado una victoria tan gloriosa y que tan poca sangre nos cuesta. Seguidamente, colmado de ilusión, informó a su padre Carlos I, retirado en Yuste: Y pues yo no me hallé allí, de que me pesa lo que Vuestra Majestad pueda pensar, no puedo dar relación de lo que pasó sino de oídas. En conmemoración de tan magnifica batalla, Felipe II ordenó la construcción del alma de su imperio, el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, dedicado al santo del día de la victoria.

La batalla fue un desastre para la monarquía francesa. Los galos perdieron unos 12.000 efectivos. Entre estos se contaban casi un millar de nobles, incluyendo al propio Montmorency. Las fuerzas de Felipe II apenas sufrieron 300 bajas

Por fin, el día 27 de agosto las tropas españolas entraron en San Quintín. Con aquella captura y la victoria obtenida unas semanas antes, el camino a París quedaba abierto para el Habsburgo. Pero, para sorpresa de todos, incluido el mismísimo Enrique II de Francia, el Prudente jamás tomó la decisión de marchar sobre la capital francesa, quizás por aquello que decía el gran Luis Cabrera de Córdoba -ilustre biógrafo y coetáneo de Felipe II- de que a veces, en la guerra, se entra comiendo pavos para salir comiendo raíces.


Bibliografía:

-Nicolás Horta Rodríguez. La batalla de San Quintín, (estudio histórico-militar). Revista de Historia Militar (1957).

-Agustín Bustamante García. De las guerras con Francia. Italia y San Quintín. UAM.

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