Ordalías medievales: cuando justicia y religión iban de la mano (Parte I)

A lo largo de la Historia, la justicia se ha convertido es un asunto complejo, siempre sujeto a debate y lleno de lagunas, errores y recovecos.

Pero antes de la aparición de los primeros juicios tradicionales, era habitual resolver cualquier tipo de discusión o trifulca mediante primitivos y expeditivos métodos, despiadados y atroces muy a menudo.

Antiguamente, antes de la aparición de las primeras civilizaciones, los conflictos solían resolverse mediante la aplicación directa de la fuerza bruta: cuando se acusaba a alguien de algo en concreto, por lo general la parte acusadora y el sujeto señalado acababan solucionando sus problemas a través de la violencia.
Era la ley del más fuerte, una vida llena de pruebas de fuerza continua en la que siempre perdían los más débiles físicamente. Aunque eficaz y rápida, esta medida tan perversa y sanguinaria se acabó abandonando, dejando la justicia en manos de una figura mediadora de conflictos.
Durante la Alta Edad Media (siglos IX, X y XI, principalmente), el derecho romano cayó en desuso, siendo sustituido por el nuevo derecho canónico (eclesiástico).
Este nuevo sistema judicial trajo consigo multitud de fallos: en Europa, por ejemplo, cuando una persona acusaba a otra de algún tipo de delito, se le invitaba a jurar por Dios que su acusación era justa y sincera. Una vez lo había hecho, se ordenaba la presencia de la parte acusada, que gozaba del derecho a jurar también por Dios que era inocente.
El juramento divino era considerado una prueba infalible de veracidad argumental en el discurso de quien lo pronunciaba, así que bastaba con que el acusado jurara su inocencia ante Dios para que el juicio quedara en tablas.

Vista la inutilidad de este procedimiento, a partir del siglo X se empezó a administrar «justicia» mediante una nueva institución: las ordalías medievales.

Para los admiradores de Juego de Tronos, este concepto les resultará familiar. En esta serie estadounidense, es habitual que los personajes resuelvan sus conflictos personales mediante lo que ellos llaman «juicios por combate», durante los cuales se dirimen responsabilidades judiciales y acusatorias mediante un combate a muerte, en los cuales se proclaman vencedores los ganadores de la pelea.

Las primeras ordalías (también llamadas lides o justas) fueron algo similar: acusador y acusado se enfrentaban en una batalla a muerte (si eran personajes acaudalados de la sociedad era habitual que designaran a algún súbdito para que luchara por ellos).

La mentalidad altomedieval de la época consideraba que Dios no haría sufrir ni permitiría la muerte de quien tuviera la razón y estuviera diciendo la verdad durante el juicio. Precisamente por ello, se proclamaba ganador del mismo a la parte vencedora del combate.

El Juicio Final. Pintado por Jean Cousin el Joven.

No obstante, con el tiempo se fue dando lugar a toda una serie de diferentes formas de establecer una ordalía, o Juicio de Dios.

1. Ordalía del veneno

Consistía básicamente en dar a beber cualquier tipo de brebaje líquido al acusado. En la mayoría de los casos, el veneno ingerido mataba a la víctima o la hacía enfermar gravemente, entendiéndose entonces que eran culpables. La única forma de quedar absuelto era sobreviviendo al tóxico en perfectas condiciones de salud, lo cual era evidentemente imposible, ya que en ese hipotético caso se entendía que Dios habría intercedido para salvar la vida del condenado.

Este tipo de ordalía era muy frecuente entre los hebreos. Cuando un marido sospechaba que su mujer le había sido infiel y ella lo negaba, el tribunal encargado de impartir justicia la obligaba a beber una poción llamada «agua amarga de la maldición», que era básicamente un mejunje formado por agua sucia mezclada con tierra, barro y lodo.

Posteriormente, cuando la víctima sufría las consecuencias intestinales derivadas del bebedizo que había tomado, era formalmente acusada de adulterio y lapidada públicamente.

 

2. Ordalía Cornsed

Esta fue uno de los tipos de ordalía más curiosos de la Historia Medieval europea. Fue muy frecuente en las islas británicas e inexistente en la Península Ibérica, y para llevarla a cabo se colocaba al acusado frente a un altar cristiano.

A continuación, se le entregaba una enorme cantidad de pan o queso bendecido que debía comer dentro de un tiempo limitado. Si no conseguía hacerlo, se le declaraba automáticamente culpable, porque se creía que si lo era, Dios enviaría un ángel a apretarle el cuello, de tal forma que le resultara prácticamente imposible seguir tragando comida.

El truco de esta pena de muerte radicaba en la imposibilidad de engullir grandes cantidades de pan o queso en poco tiempo. Sin agua y sin otros alimentos, estos comestibles se atragantan en la garganta y pueden llegar a ahogar a quien los intenta consumir rápidamente.

Se puede realizar la prueba muy fácilmente: si va cualquier persona a la cocina e intenta comerse una simple rebanada de pan de molde (sin beber ni comer nada más), no lo conseguirá en menos de un minuto, por muy pequeña y blanda que parezca.

 

3. Ordalía del hierro candente

Era tan simple que casi no necesita explicación. Consistía en calentar un trozo de hierro (una barra, por ejemplo, o un guantelete donde luego se debía meter la mano) y obligar al reo a caminar varios pasos sosteniéndolo con sus manos desnudas.

Si lograban hacerlo y escapaban del cruel proceso judicial sin heridas de ningún tipo, eran declarados inocentes. Huelga decir que ninguno lo conseguía.

Curiosamente, esta ordalía se aplicaba casi exclusivamente a los ladrones.

 

4. Ordalía del fuego

Otra barbárica medida que consistía en obligar al acusado a introducir una mano en una hoguera que estuviera ardiendo durante unos segundos.

Posteriormente, dicha mano era vendada y el juez del proceso colocaba un sello sobre los vendajes, y tres días después, se retiraban.

Si el preso se había curado por completo de sus heridas provocadas por las quemaduras, se entendía que Dios había obrado un milagro para demostrar su inocencia.

Como es evidente, tampoco era habitual que tres días fueran suficientes para que el cuerpo sanara y eliminase por sí solo los restos de la lesión, así que lo más frecuente era que los sometidos a la ordalía del fuego acabaran entre las llamas de la hoguera.

 

5. Ordalía de la cruz

Esta es también una de las más curiosas y originales formas que existían de realizar un Juicio de Dios, ya que no solo involucraba al acusado, sino también a la parte acusatoria.

Presencialmente en el juicio, tras la lectura de cargos y los preceptivos juramentos de verdad por ambas partes litigantes, querellante y querellado eran colocados en forma de cruz.

Esta incómoda postura suponía permanecer de pie, con las piernas juntas y los brazos completamente extendidos de manera horizontal.

Posteriormente, el juez comenzaba a leer una retahíla de misas, cantos litúrgicos, versículos e incluso evangelios enteros, mientras los enfrentados intentaban mantener la postura.

Quien primero abandonaba la forma de cruz, ya fuera por cansancio, hartazgo o agotamiento físico, era automáticamente declarado perdedor del juicio.

 

6. Ordalía del agua

Bastante menos amable con los acusados era este tipo de ordalía: en ella, los presos eran atados de pies y manos y arrojados en tales condiciones a una gran masa de agua: ríos, lagos, estanques o directamente al mar.

Durante los primeros años de existencia de este Juicio de Dios, se consideraba que si te hundías en el agua eras inocente, pero si por el contrario flotabas en ella, eras culpable.

No obstante, los jueces se acabaron dando cuenta de que si te hundías en el agua también morías, aunque eso significara que eras inocente. Y si flotabas eras culpable, por lo que también te mataban.

A raíz de estas contradicciones, en algunos territorios se cambiaron las reglas de este sádico juego y se empezó a considerar que si te hundías eras culpable y viceversa.

Pero en otras zonas decidieron continuar con las premisas originales, argumentando que si te hundías acababas muerto pero demostrando ser «sincero, puro y honesto» ante los ojos de Dios.

Esta diversidad de opiniones produjo siempre un continuo debate en torno a la razón de ser y al funcionamiento de este tipo de ordalías, lo cual acabó desembocando en su completa abolición antes del siglo XI.

 

7. Ordalía eucarística

Sin lugar a ningún género de dudas, esta era la mejor ordalía a la que un acusado podía acogerse. Desafortunadamente para la población en general, este Juicio de Dios estaba únicamente reservado a profesiones eclesiásticas y miembros de la Iglesia Católica.

Lo único que el acusado debía hacer era asistir a una misa solemne ofrecida por el abad que él mismo designaba: se leían algunos pasajes de la Biblia y posteriormente se ofrecía comulgar a los asistentes.

El acusado también debía hacerlo, y al recibir la eucaristía, confesaba su inocencia y pronunciaba en voz alta la fórmula latina «Corpus Domini sit mihi ad probationem hodie» ante el resto de espectadores.

Tras hacerlo, se consideraba inmediatamente probada su inocencia y quedaba terminantemente prohibido reabrir el juicio, al mismo tiempo que no se permitían ni toleraban más acusaciones hacia esa persona.

Nada mejor que el sabio refranero popular español para definir este peculiar tipo de ordalía: «quien hace la ley, hace la trampa».

 

La próxima semana volveremos con un nuevo artículo sobre esta temática: juicios medievales en relación con la fe católica.

Como hemos podido comprobar, las ordalías no se ajustaban absolutamente para nada en el respeto hacia la presunción de inocencia ni el propio sentido común, al mismo tiempo que violaban continuamente la seguridad personal y la integridad física de quien era puesto a prueba (el acusado, en prácticamente todos los casos).

No obstante, con el tiempo y sobre todo a partir del siglo XI en adelante, se empezó a relacionar las ordalías con todo tipo de rituales mágicos, una obsesión enfermiza que acabó derivando en asociarlas con la brujería, a la vez que, paralelamente, se descubría un nuevo y más efectivo (a la par que inhumano y terrorífico) método para resolver acusaciones y solventar juicios por la vía más rápida posible: la tortura.

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