Níobe, la condena de la arrogancia

En ocasiones la arrogancia se paga caro. El mito de Níobe no pudo ser más claro al respecto. Tras ofender a los dioses, recibió el castigo más horrendo que un ser humano pudiera llegar siquiera a imaginar.

Níobe intentando proteger a sus hijos de Artemisa y Apolo, por Jacques-Louis David (1772).

La arrogancia de Níobe

Níobe, la majestuosa reina de Tebas, se jactaba de su amplia estirpe: nada más y nada menos que catorce hijos había dado al mundo, siete varones y siete hembras. De esta forma, parecía la madre más dichosa de todas. Pero fue precisamente esa felicidad llevada al extremo la que acabó originando su perdición. 

Un día, la profetisa Manto, hija del adivino Tiresias, salió por las calles de la ciudad para animar a las mujeres a honrar a la diosa Leto y a sus hijos Apolo y Artemisa. Todo marchaba con normalidad hasta que hizo su aparición la pretenciosa reina Níobe. En mitad de los ritos del culto, espetó al resto de mujeres porqué no la adoraban a ella como a una divinidad:

“-Si consideráis oportuno elevar a los altares a Leto, ¿por qué entonces mi nombre no ha de quedar inscrito entre las divinidades?”– les dijo- “Poseo siete hijos y siete hijas, decidme pues, si no tengo suficientes motivos para sentirme orgullosa. ¿Es que acaso preferís a la infeliz Leto, madre de tan solo dos niños?”. Tal fue el ímpetu con el que profirió Níobe su encendido discurso que la muchedumbre se dispersó y los sacrificios quedaron sin terminar. Pero esta afrenta a los dioses no iba a quedar impune. 

Leto había estado muy atenta a lo que estaba sucediendo en Tebas. ¿Cómo se atrevía aquella insignificante mortal a importunarla con sus palabras e interrumpir su culto? Había llegado el momento de darle su merecido. Y además de la forma más cruel y sádica posible: asesinando a todos sus vástagos. Primero le tocó el turno a los hijos varones. Con la ayuda de su hijo Apolo, Leto consumó su venganza. Uno a uno todos cayeron bajo el peso de las flechas divinas: Ismeno, Sípilo, Tántalo, Fédimo, Alfenor, Damasictón y el más pequeño de ellos, Ilioneo. 

La muerte de los hijos de Níobe, por Abraham Bloemaert (1591).

Este último, Ilioneo, que había presenciado la muerte de todos sus hermanos, suplicó clemencia a los dioses aunque ya era demasiado tarde. Una flecha le alcanzó de lleno, aunque no le atravesó el corazón. Muy pronto, la ciudad se hizo eco del desastre. El padre de los muchachos y esposo de Níobe, el rey Anfíon, se suicidó perforándose el pecho con su acero. A la reina de Tebas le costó mucho tiempo entender el alcance de la tragedia, ya que pensaba que los dioses no se lo iban a tomar de un modo tan personal. Totalmente destrozada, corrió al lugar de los hechos y abrazó los cuerpos inertes de sus hijos. Pero no aún no había acabado la catástrofe. A pesar de esta horrible pérdida, Níobe volvió a cometer la imprudencia de jactarse ante los dioses de que aún le quedaban siete bellas hijas. Sin saberlo todavía, había sellado su destino.

Las desafortunadas hijas de Níobe corrieron la misma suerte. Al igual que sus hermanos, también cayeron sin vida a causa de las flechas, esta vez provenientes de Artemisa. Tras una matanza sin cuartel, solo quedaba una, la más joven de todas, refugiada en el regazo de su madre. Dirigiéndose al cielo, la reina de Tebas arrancó su última súplica: –“Dejadme con vida a la última hija que me queda”-. Pero mientras realizaba su ruego a los dioses, la pequeña criatura moría a su lado y Níobe se vio rodeada de los cadáveres de sus hijos e hijas. Ya nada importaba, el dolor la había paralizado por completo. Su corazón dejó de latir y su cuerpo se transformó en una roca. Entonces una poderosa ráfaga de aire la transportó hasta su vieja patria, Lidia, entre los acantilados del Sípilo. Se cuenta que allí continúa, llorando sin consuelo la muerte de sus hijos, convertida ahora en una masa pétrea de la que emanan sus perpetuas lágrimas.

Lecitos de figuras rojas del siglo IV a. C., procedente de Paestum, que representa a Níobe convirtiéndose en piedra.

Reflexión del mito

La arrogancia de Níobe alcanzó cuotas inasumibles para los dioses. Bien es sabido que es mejor no contrariar a las divinidades, si no queremos sufrir un resultado espantoso. Al pretender ser más importante que la propia Leto, la diosa decidió castigarla donde más tenía henchido su orgullo. De nada le serviría su numerosa descendencia. Después de proferir sus insultos, todos los hijos de Níobe, tanto varones como hembras, fueron víctimas de un ataque indiscriminado. Ahora yacían todos muertos y la antigua reina tebana quedaba convertida en una roca sin vida para toda la eternidad. Esta historia nos enseña como los mortales no deben equipararse a los dioses, por muy agraciados que estos sean. Quizás solo así podamos eludir un huracán de consecuencias funestas para nosotros y para nuestros seres queridos, tal y como se encargaron de contarnos los antiguos griegos.

Bibliografía

-Commelin, P. (2017). Mitología griega y romana. La Esfera de los Libros, S.L.

-Goñi, C. (2017). Cuéntame un mito. Editorial Ariel.

-Hard, R. (2004). El gran libro de la mitología griega. La Esfera de los Libros, S.L.

-Schwab, G. Leyendas griegas. Editorial Taschen.

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