Dedalo e Ícaro, el malogrado orgullo de la juventud

El ateniense Dédalo era considerado el mejor arquitecto de su tiempo, famoso por haber ideado el intrincado laberinto de Creta. No obstante, a pesar de su talento, tuvo que presenciar la muerte de su hijo Ícaro, quien en un acto de extrema soberbia, se precipitó al vacío al querer alcanzar el mismo Sol.

Dédalo e Ícaro.

Dédalo, el famoso arquitecto

Hijo de Eupálamo y Alcipe, se cuenta que el escultor y arquitecto Dédalo era el hombre más ingenioso de su tiempo. Esta aseveración tenía buenos fundamentos, pues sus magníficas obras de arte se admiraban en todos los confines del mundo conocido. Se contaba que sus estatuas habían sido realizadas con tal maestría que parecían que iban a cobrar vida en cualquier momento. Pero esta extraordinaria habilidad con la piedra y demás artes venía aparejada con una envidia malsana, actitud que le valdría no pocos disgustos en el futuro.

Dédalo tenía un sobrino llamado Talos, a quien se había encargado de enseñar su labor. Pronto el aprendiz superó al propio maestro, pues el joven había inventado el torno de alfarero y la sierra, esta última a partir de la mandíbula de una serpiente. Sin duda, el muchacho poseía un gran ingenio. Pero Dédalo no lo veía de la misma forma. Tan preocupado como estaba de que su discípulo le quitara el protagonismo, que creyó oportuno arrojarlo desde lo alto de la Acrópolis y así acabar con su vida. Pero esta cruel afrenta fue descubierta poco después y Dédalo se vio obligado a huir precipitadamente de la ciudad de Atenas.

El famoso arquitecto estuvo vagando por el Ática, hasta que se puso a las órdenes del gobernante de la isla de Creta, el rey Minos. Dédalo fue agasajado por el monarca pues su fama le precedía. A cambio de ofrecerle asilo, Minos le propuso una singular tarea: concebir una morada para el Minotauro, un terrible monstruo mitad toro mitad humano, de tal manera que no pudiese ser observado por el ojo humano. Así fue como Dédalo construyó el Laberinto, la obra por la cual pasaría a la posteridad. Esta creación albergaba tortuosas curvas, pasillos y corredores que confundían hasta al más hábil de los mortales. Era tan complejo y enredado que suponía la prisión perfecta para la horrible bestia de Creta.

El Minotauro.

Cada nueve años, Atenas debía cumplir con un antiguo tributo al rey de Creta consistente en la entrega de siete muchachos y siete doncellas que servirían de alimento para el Minotauro, ahora encerrado en el centro del Laberinto. Desde luego, no les esperaba un destino esperanzador. Uno de aquellos desdichados era el héroe Teseo. La hija del rey Minos, Ariadna, profesaba un amor secreto por aquel apuesto joven que iba a ser sacrificado. Es en este punto, cuando afligido por los sentimientos de la princesa cretense, Dédalo le proporcionó un ovillo para que se lo diese a su amado Teseo. De esta forma, podría salir airoso del Laberinto y dar muerte al espantoso Minotauro. Pero el rey de Creta acabó descubriendo la estratagema y ordenó encerrar en su propia creación a Dédalo y a su hijo Ícaro, fruto de la relación con una esclava real llamada Náucrate. Solo les quedaba un último camino para conseguir la libertad: el aire

Así fue como Dédalo, valiéndose de sus habilidades, fabricó unas alas artificiales juntando plumas de aves de diferentes tamaños unidas por hilos de lino y pegadas con cera. Ya nada ni nadie podría retenerlos. El plan de Dédalo consistía en huir de Creta volando junto a su hijo Ícaro. Como no podía ser de otra forma, a su vástago también le dotó de su reciente invención. He aquí cuando le advirtió de que debía volar a una altura intermedia, ni muy alto ni muy bajo. Si descendía demasiado, podría precipitarse al fondo del mar al mojarse las alas, y si ascendía a más altura de la oportuna, los rayos de sol derretirían la cera de las plumas. Por tanto, para encontrarse a salvo debía mantenerse siempre entre el agua y el sol. Cuando los dos se echaron al vuelo, Dédalo movía las alas con prudencia con la intención de que Ícaro le imitase en todo momento. De vez en cuando echaba la vista atrás para cerciorarse de que todo marchaba con normalidad. Muy pronto dejaron atrás las islas de Samos, Delos y Paros. Pero entonces ocurrió la tragedia.

Envalentonado por el éxito de su misión, Ícaro no siguió los consejos de su padre y voló en dirección al Sol, quizás con la intención de alcanzarlo. Como ya le había advertido su padre, los rayos del astro rey reblandecieron la cera, y antes de que pudiera siquiera darse cuenta, las alas se deshicieron en mil pedazos e Ícaro se precipitó al abismo. Al darse la vuelta, Dédalo lo llamó sin obtener respuesta: –¡Ícaro! ¡Ícaro! ¿Dónde te encuentras hijo mío?-. Fue en ese momento cuando una sombra apareció en su rostro al descubrir varias plumas flotando en la superficie del mar. Sus peores presagios se habían cumplido. Ahora tenía que hacer frente a la sepultura de su hijo. Desde aquel funesto episodio, la isla donde se había depositado su cuerpo inerte recibió el nombre de Icaria. Totalmente desconsolado por la traumática experiencia, Dédalo emprendió el rumbo a la isla de Sicilia, donde sería recibido por el rey Cócalo. Allí realizaría algunos trabajos hasta su propia muerte. Pero jamás pudo recobrar la felicidad que la osadía de la juventud le osó arrebatar en apenas un suspiro.

Dédalo e Ícaro.

Reflexión del mito

Ícaro no quiso escuchar a su padre y por ello recibió un castigo acorde a su osadía. La sensación de bienestar que experimentó al volar fue de tal calibre que se sintió completamente liberado para encaminarse hacia el Sol. Pero esta acción tuvo un resultado nefasto. Al igual que ocurre en otros muchos mitos griegos, nunca debemos superar los límites establecidos por los dioses. De lo contrario, hallaremos una muerte más que segura, como le ocurrió al desafortunado hijo de Dédalo. Quizás no exista pena más grande en el mundo que perder a un hijo. Este relato nos enseña cuán útiles resultan las enseñanzas de la vida a lo largo de una trayectoria de una persona. Si Ícaro hubiera cumplido a rajatabla las indicaciones de su padre, ambos hubiesen podido alcanzar un lugar seguro. Pero todo fue en vano para el famoso arquitecto del Laberinto de Creta. De nada le servirían ahora sus excelentes dotes e increíbles creaciones, condenado como estaba por su terrible e irreparable pérdida.

Bibliografía

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-Gibson, M. (1994). Monstruos, dioses y hombres de la mitología griega. Anaya.

-Goñi, C. (2017). Cuéntame un mito. Editorial Ariel.

-Hard, R. (2004). El gran libro de la mitología griega. La Esfera de los Libros, S.L.

-Schwab, G. (2021). Leyendas griegas. Editorial Taschen.

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