Augusto Ferrer-Dalmau. JEOSM Photography.

*La entrevista que reproducimos a continuación ha sido realizada por Gonzalo Altozano y forma parte del libro ‘Augusto Ferrer-Dalmau. El pintor de batallas’, la más completa selección de la obra del pintor, con prólogo de Arturo Pérez-Reverte. Amablemente el autor ha permitido que la entrevista se publique en esta web.

A su personal y ya extensa lista de condecoraciones, acaba de sumar una más, la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco, y es de temer que su pechera termine asemejándose a la de aquellos veteranos de guerra de cuando entonces. Aunque, si se piensa bien, no puede estar más oportunamente y mejor traída la comparación, pues pocos españoles han tomado parte en más batallas -altas ocasiones todas- que este nuestro Augusto Ferrer-Dalmau, siempre armado con su cuaderno de apuntes, su caja de pinturas, su lienzo y su caballete, su portentosa imaginación, su gusto por el detalle y su propósito patriota de lucha contra el olvido y de sana rememoración. Elementos todos que, poco importa si mezclados o agitados, dan como resultado la evidencia de que no hay conjura de silencio ni confabulación judeo masónica -o del tipo que sea- que resista la obra bien hecha. Hagan el favor de tomar nota de esto último, y pónganse ya a trabajar, los mediocres paranoicos instalados en la queja reblandeciente.

 

Hay quien dice, y no le falta razón, que es usted heredero de Cusachs, José Cusachs, y, sin embargo, de quien es usted realmente heredero es de su propia madre.

Soy lo que soy por mi madre, sí. Recuerdo que de niño la veía pintar -pintaba mucho y muy bien- y luego la imitaba. Por no hablar de lo militar, que mis hermanos y yo mamamos desde niños en casa gracias a ella. Porque mi madre era hija de militar, y siempre nos estaba contando historias de batallas y soldados -tenía cientos de libros de Historia de España, que devoraba-, incluso nos ponía marchas.

¿Alguna otra influencia de esos primeros años?

Sí, claro. Los cómics y los cuentos; y luego el modelismo y pintar soldaditos; y los geyperman y los madelman, que eran los juguetes de cuando éramos pequeñitos, los setenta y los ochenta; y las películas de los sábados por la tarde que, si eran buenas, al lunes siguiente estábamos los amigos en el patio, jugando a asaltar castillos imaginarios; y como no me gustaba el fútbol…

Todo parecía conducirle a usted por los senderos de gloria de aquellos soldados de fortuna de los que escribió Richard Harding Davis. Y sin embargo…

Entré en el negocio familiar, el de los Ferrer-Dalmau, un apellido de la industria catalana, en concreto, del sector textil. Hasta que me cansé de todo aquello y me dediqué a la pintura.

La batalla de San Marcial (31 de agosto de 1813)

¿Se apuntó a una academia o qué?  

Qué va, soy autodidacta cien por cien. Desempolvé la típica caja de pinturas que me trajeron los Reyes Magos y un buen día me puse a emborronar folios, sin saber siquiera manejar los pigmentos o qué cosa era un óleo; yo solo con un cierto don para el dibujo y todas esas viejas hazañas bélicas metidas en la cabeza.

Si bien lo primero que pinta son marinas y, sobre todo, paisajes urbanos de Barcelona.

Es verdad que me metí en la corriente de Antonio López, al que admiraba y sigo admirando, y que fue así como me labré un pequeño nombre en el circuito de las galerías y de la pintura comercial.

 ¿Qué lo cambió todo?

La propuesta a mi marchante de una exposición de temas militares; ahí empezó la película.

 ¿No supuso un cambio brusco en exceso?

Bueno, yo ya había pintado antes cosas imaginadas; imaginadas y un tanto lúgubres, como cementerios, a lo Edgar Allan Poe.

¿Acaso no le llenaba el hiperrealismo?

No, no me llenaba. Porque enseguida descubrí que cualquier persona con la técnica adecuada y una cierta paciencia podía copiar fotografías muy bien copiadas, incluso mejorarlas. Descubrí también que era esa misma fotografía la que ha devorado el retrato, el presente. Y que lo que yo quería pintar era algo que no se pudiera fotografiar, como la historia o el pasado.

A juzgar por acontecimientos posteriores, la jugada le salió redonda.

Y eso que las galerías no estaban por la labor, al menos las de Barcelona, salvo una o dos, como aquella donde hice una exposición de tema carlista, que gustó mucho.

En el resto de España, cabe señalar, el éxito no fue tan minoritario.

Al principio pintaba en Barcelona, pero exponía en Madrid, con eso le digo todo. En Cataluña, insisto, se estaba en otra dimensión.

Luego le pregunto por esa otra dimensión. Pero hábleme ahora de la respuesta del público y, ya que estamos, de la de las instituciones también.

Cuando empecé con todo esto, colaboré con algunas instituciones. Lo que no significa que viva de ellas (de hecho, he donado obras a instituciones). De quien vivo es de mis clientes. O sea, que la aceptación del público ha sido muy positiva; tanto, que soy académico de Bellas Artes como exponente de una corriente a la que ahora comienzan a sumarse otros pintores. Este es el mejor reconocimiento.

Aclarado queda. Por cierto, se lo debí de preguntar antes, cuando hablábamos de las primeras influencias, pero ¿qué importancia tuvo en toda esta historia Melchor Ferrer-Dalmau?

Pues supongo que mucha, porque en una familia, los Ferrer-Dalmau, tan sensata y equilibrada, él jugó el papel de soñador, y algo de su locura he debido de heredar yo.

El papel de soñador y el de aventurero también, pues llegó a enrolarse en la Legión Extranjera; Melchor, digo.   

En la Primera Guerra Mundial, sí. Mi padre, que era sobrino nieto de él, nos contaba a sus hijos historias de aquel viejo carlista, el tío Melchor, todo un figura y todo un carácter, y nosotros nos lo imaginábamos de aquí para allá, siempre de guerra en guerra.

Rara es la familia, de todas formas, donde no se dan uno o dos personajes así.

Hombres de acción que no pueden parar quietos, ni en casa ni en el colegio ni en ninguna parte, ni tampoco vivir en paz; tipos como aquellos con los que Cortés conquistó México o como los que se iban a los tercios; gente guerrera, en fin, a las que el pueblo español debe mucho, como apuntarse tantos que no le corresponden.

El Paso de Cortés

¿Qué quiere decir?

Que cuando alguien me viene con que fuimos los españoles los que reconquistamos España, descubrimos América o echamos a los franceses, respondo que no. Que no fuimos los españoles, sino los de siempre, o sea, unos pocos.

¿Los tíos Melchor, por ejemplo?

Al que, por cierto, no conocí. Aunque sí he conocido a otros como él, hombres de acción, ya digo, que hacían las cosas casi sin pensarlas, como aquel viejo divisionario de noventa y cinco años, que cayó mutilado en Rusia, y que hizo también la Guerra Civil, y antes, la campaña de África, siendo sólo un muchacho; acabó en la cárcel, entre delincuentes, metido en el hampa, en un mundo turbio, sencillamente porque no servía para la paz.

Habrá quien diga, hoy más que nunca, que el tipo no era ningún modelo de conducta. 

Pues es gracias a héroes anónimos como él, a los que nadie recuerda, a pesar de que se jugaron el todo por el todo, es gracias a ellos, digo, que España es hoy una nación puntera en el mundo, con una calidad de vida que ya querrían otros países.

¿Establece entonces una relación causa efecto entre el polvo, sudor y hierro de ayer y el bienestar de hoy?

Lo tengo clarísimo y el que piense o diga lo contrario se equivoca. Somos lo que somos y estamos donde estamos por la herencia que nos legaron otros; herencia que, no pocas veces, nos ha llegado, a través de los siglos, a base de puñetazos, sablazos, tiros y guerras.

Deje que le pregunte, antes de que se me olvide, cuándo conoció al fabuloso divisionario aquel.

Durante la elaboración de un libro sobre la División Azul, para el cual entrevisté a cerca de trescientos divisionarios, a lo largo de un proceso de documentación de tres años, en los que me pateé archivos y pueblos, y me gasté en viajes y teléfono lo que no está escrito, costes de edición e imprenta aparte.

¿Volvería a hacerlo?

Y gratis, como entonces. Porque disfruté cada minuto al lado de aquellos hombres, todos de distinto pelaje, pero cuyas historias, contadas a veces sin romanticismo alguno, me sirvieron luego para pintar un cuadro.

¿Ha sido esa, la de la documentación, una constante en su obra?

Para plasmar la realidad en un lienzo, antes tienes que documentarte, y exhaustivamente. O sea, no te puedes inventar unos acontecimientos como tampoco te puedes inventar unos uniformes. Es por eso que, en mi tarea de fotografiar el pasado, cuento con infinidad de personas preparadas, que me asesoran.

El camino español

Uno o dos errores, siquiera mínimos, podrá permitirse, ¿o no?

Yo, al menos, no. Porque me sucede que si en un cuadro descubro que el sable que figura no se corresponde con el modelo de la época, inmediatamente deja de gustarme lo que veo. Y lo mismo con una película donde aparece un tanque Sherman en una escena cuando debería aparecer un T34.

Luego está, me imagino, la partida presupuestaria de los desplazamientos.

Es verdad que, gracias a las nuevas tecnologías, se ahorra mucho trabajo en este sentido, con archivos enviados por internet en un momento dado.

Y sin embargo…

Sin embargo, a veces no queda sino moverse. Es como el que pinta toros sin ir a la plaza o bailarinas sin ir al ballet o al teatro. Mi trabajo es ver para sentir y así luego poder pintar. Porque desplazarse a los sitios facilita después muchísimo las cosas a la hora de plantarte frente al lienzo. Con que si voy a pintar la batalla de Bailén, tengo que pegarme un viajecito hasta allí, aunque solo sea para verlo. Y lo mismo con Afganistán.

Augusto Ferrer-Dalmau tomando apuntes en Afganistán.

Allí, supongo, captaría algo más que la luz ambiente.

De Afganistán regresé con una sensación que no se parece a ninguna otra y que sólo se experimenta en zona de conflicto, de operaciones. ¿Miedo? No, es otro concepto.

Y tras toda una vida soñando -y pintando- batallas, ¿le decepcionó la cruda realidad?

Yo ya sabía que las grandes batallas habían pasado a la historia. Como también sabía que el concepto de guerra no es el de antes, con unos ejércitos que no se citan en el campo de batalla y donde no existe el cuerpo a cuerpo. De hecho, hoy cualquiera con buena puntería puede matar a otro emboscándose como francotirador en una montaña o en una azotea.

¿Pero?

Pero sigue habiendo coraje, sigue habiendo heroísmo.

Sólo que hoy parecen circunscribirse, coraje y heroísmo, a la mujer que saca a sus hijos adelante o a la persona que lucha contra el cáncer, lo cual es muy meritorio, qué duda cabe.

Por supuesto que lo es. Pero es que héroes siempre ha habido en la vida civil. Pero también, no lo olvidemos, en la militar, como esos hombres que, aún hoy, se sacrifican y mueren. ¿O qué otra cosa que heroísmo es levantarse a las siete de la mañana para salir a patrullar, sabiendo que a cada paso puedes pisar una mina?

¿Es ese el horror de la guerra? Horror del que, por otro lado, tanto se habla hoy.

Eso es así, en parte, porque la guerra ha dejado de ser algo natural. Si se fija, hasta hace no mucho, rara era la generación de españoles que no había vivido una guerra… una guerra o dos. El padre fue a la guerra, el abuelo fue a la guerra, y el hijo iría a la guerra. ¿A cuál? No sabían, pero iría. En cuanto al horror…

Diga, diga.

La guerra es el punto de no retorno, cuando el ser humano es él al cien por cien. Y eso, qué quiere que le cuente, tiene su atractivo, su belleza. Como también tiene su belleza una secuencia de jinetes galopando, con sus sables, sus gritos y sus viejos uniformes de época. Al menos para mí la tiene, como para otros un jarrón de flores.

¿Quiere decir con eso que nunca pintará un jarrón?

O sí, no lo sé. Lo que quiero decir es que si pinto una batalla, con los soldados cargando con sus bayonetas, quiero que la gente vea eso y no otra cosa, qué sé yo, un surrealista jarrón de flores; quiero, en definitiva, que mis cuadros no precisen de interpretación alguna.

Ferrer-Dalmau junto a su amigo Pérez-Reverte ultimando ‘el Último Combate del Glorioso’

Supongo, sin embargo, que no se conforma con eso.

No. Porque lo que de verdad quiero con mi pintura es hacer revivir esa valentía y ese coraje de los que hablamos, los de aquellos hombres y aquellos hechos; hombres y hechos que no son ficción, que no me he inventado yo, sino que existieron en la realidad y en la historia.

Volvemos, y zanjamos así el asunto, a la gratitud de los que nos precedieron.

Volvemos porque ni usted ni yo estamos hablando hoy aquí con esta libertad por casualidad o porque hayamos caído del cielo, sino que se lo debemos a todas esas guerras, tanto las que ganamos como las que perdimos, y a todos esos marinos y soldados cuyos huesos reposan en los mares y los campos de batalla de España y del mundo entero.

Toca, pues, rememorarlos.

No hacerlo significa no valorar lo que tenemos, y eso debería corroernos e indignarnos.

Una vez rememorados, retomemos un tema pendiente en nuestra conversación: Cataluña. 

Como catalán reivindico a España. Porque la historia de Cataluña es también la historia de España. Al contrario que otros, no asumo una historia de Cataluña paralela a la de España, o limítrofe con ella. Por eso, cuando pinto catalanes, no pinto extranjeros, sino españoles, lo mismo que cuando pinto vascos, gallegos, aragoneses o andaluces.

Lo que no quita para que pueda hablarse de una influencia de lo catalán en su obra.

En mi obra y en la de muchos otros pintores, de igual manera que se habla de una luz valenciana en los cuadros de Sorolla. Mi pintura, sí, es una pintura catalana, en el sentido de que la tierra es una clara influencia a la hora de pintar, y los que somos de Cataluña guardamos en la retina unos colores que quizás no guarde un pintor nacido en cualquier otra región de España.

El Último combate del Glorioso

Ahora que me doy cuenta, llevamos un buen rato de conversación y todavía no han salido a relucir las musas.

Las musas, salvo en las películas, no existen; lo que existe son las horas de trabajo.

¿Usted cuántas le echa?

¿Al día? ¿Reales? ¿Frente al lienzo? Una media de nueve o diez. El arte es una disciplina, con días en los que te apetece más pintar y días en los que te apetece menos, pero disciplina al fin y al cabo.

Y ya, para concluir, una pregunta que, a pesar de lo poco original, como no se la haga, me quitan el carnet y me echan de la profesión:

¿Qué episodio histórico le hubiese gustado pintar?

Uno al que me refiero siempre, por más que algunos me recomiendan que no lo haga; uno de la División Azul: la cabeza de puente del Voljov. Ese, y no otro, es el episodio que, con toda su dureza, me hubiese gustado pintar; pintar y también vivir.